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miércoles, 15 de enero de 2020

40 AÑOS DE HABER PASADO POR LAS AGUAS DEL BAUTIZO

NO QUIERO PASAR POR ALTO una fecha tan significativa para mí. A fines de noviembre de 1979, es decir hace cuarenta años, pasé por las aguas del bautismo en una iglesia evangélica en Lima (San Martín de Porres, SMP). Puede que esto no signifique mucho para aquellos que fueron bautizados cuando eran bebés, conforme a cierta práctica religiosa en el Perú, pero para un cristiano evangélico sí significa mucho, pues no sólo es la forma pública cómo confesamos nuestra fe en Jesucristo como Señor y Salvador, sino que también es la incorporación consciente a la iglesia cristiana que es el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo.

Ser parte del pueblo de Dios es un privilegio y una gran bendición a la vez. Como dice el apóstol Pablo la iglesia es una “familia espiritual”. Y eso ha tenido mucho sentido para mí -y también para mi esposa- pues he (y hemos) vivido décadas lejos geográficamente de la familia consanguínea (que está tanto en Lima como en otras partes del mundo). Hemos hallado -en el interior del Perú y en el extranjero- “hermanos” y “hermanas” que profesan nuestra fe y que son como nosotros, es decir, tienen sus virtudes y defectos. Dicho esto, debo subrayar que la iglesia no es ni pretende ser el Reino de Dios y por tanto no hay que pedirle algo que escapa a su naturaleza.

Y tal como lo enseñó Jesucristo ha sido un gran consuelo hallar en Dios Padre una fuente de bendiciones en todo lugar donde hemos vivido a su servicio. Ha sido muy importante, además, aprender a confesar la fe cristiana evangélica en un país donde somos una minoría religiosa. Eso da enormes ventajas: una de ellas es que aprendemos a defender nuestra fe, cosa que hice desde que estaba en el colegio (cuarto año de secundaria) y hasta el día de hoy. Aunque no lo parezca, pero es un honor haber recibido burlas y miradas con un aire de superioridad de personas que veían en los evangélicos “personas raras”, poco comunes, incluso dignas de lástima. En este aspecto algo han cambiado las cosa: los evangélicos ya no pasamos desapercibidos. 

Año curioso ese 1979: en Lima se llevó a cabo el Segundo Congreso Latinoamericano de Evangelización (CLADE II). Aún recuerdo a la delegación de hermanos de varios países que visitaron mi congregación en SMP. Ellos habían venido a tal evento y dieron un informe de lo ocurrido allí. Me quedó claro que toda América Latina debía escuchar la voz de Dios. En sí ello no era una novedad, pues cada semana -los domingos por la tarde- salíamos a evangelizar juntos jóvenes y adultos a una urbanización cerca al aeropuerto Jorge Chávez. Llevábamos folletos, biblias, megáfono y todo lo necesario para tal tarea que nos ayudó, entre otras cosas, a perder el miedo a hablar con gente desconocida acerca de nuestras convicciones cristianas.

Hay cosas que han cambiado. En 1979 los evangélicos en el Perú éramos apenas un puñado de personas. Hoy se dice que bordeamos el 18% del total de la población, es decir tenemos cierta presencia social incluso sin habérnoslo propuesto. Y aunque hemos crecido en número no estoy seguro que también lo sea en el testimonio público. Hay demasiada religiosidad barata y el púlpito sigue en crisis (como señaló la Fraternidad Teológica Latinoamericana en Cochabamba, 1970). Algunas iglesias más parecen clubes sociales pues parece haberse perdido la esencia de la fe cristiana. Incluso, hay cristianos que ya ni llevan la Biblia a los cultos además que no evidencian ningún compromiso eclesial como respuesta a Jesucristo de quien dicen es su Salvador. Algo está fallando y en grande.

Agradezco a Dios por todo este tiempo en la fe. La vida cristiana es como una carrera, decía el apóstol Pablo. Y sabemos que fácil es comenzar, difícil es proseguir y terminar, más aún con la certeza de “me espera la corona de vida que me dará el Juez justo”. Espero que con su gracia Dios me utilice en su obra -que está en todo lugar- hasta el último día de mi existencia. Debo decir, para ser honestos con lo real, que no hubiera podido llegar a estos 40 años de bautizado si no hubiera sido por las oraciones de muchos cristianos y en particular por las oraciones y apoyo constante de mi esposa.

La tarea sigue esperándonos a cada uno de los que confesamos la fe en Cristo. La extensión del Reino de Dios no es una opción, es una obligación. Hay mucha gente que aun necesita conocer al Jesús de los evangelios porque, aunque duela decirlo, es todavía un gran desconocido. La religiosidad popular -que ha invadido casi todos los espacios y hasta las diversas instituciones- todavía nos sigue mostrando una caricatura de él y, por tanto, mucho que se hace pasar por “fe” no lo es en realidad. Pero la tarea no se circunscribe a “lo eclesial”, pues Dios no está encerrado en “el templo”. Dios quiere hacer una transformación verdadera y sustancial en todo orden de cosas. Nada escapa a la soberanía de Cristo.

Cuenta Gonzalo Báez Camargo que el pastor luterano Martin Niemöller –él había sido un alemán antinazi- después de la guerra, cuando estaban reconstruyendo una capilla, se encontraron con una estatua al que le faltaban las manos. Unos hermanos propusieron resanarlo pero él dijo que no, que debiera quedar tal como estaba. “Nosotros somos esas manos” dijo. En un mundo donde abunda la indiferencia, el odio, las mentiras, la injusticia, el desprecio, el abuso, los cristianos debemos ser esos brazos y manos que Dios quiere utilizar para sanar y salvar “lo que está perdido”. Que sigamos esa senda. Así lo enseñó Jesús el Cristo.

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