Hola, mi nombre es Martín Ocaña Flores y soy pastor en la Iglesia
Evangélica Bautista en la ciudad de Moquegua (en el sur del Perú). Aunque soy
de Lima al igual que Mercedes, mi esposa, hemos estado en el ministerio
cristiano (como pastor y profesor de teología) por varias décadas en varios
lugares de nuestro amado país: Lima, Sicuani (Cusco), Tacna y Moquegua. No es
fácil servir al Señor (en realidad nunca lo ha sido ni lo será), pero sí da una
enorme satisfacción saber que podemos llegar a ser instrumentos de Dios en la
extensión de su Reino. Los estudios que he realizado y la experiencia
ministerial me han ayudado mucho a comprender no sólo la Escritura sino, ante
todo, la naturaleza humana, a las personas, que al fin y al cabo son quienes
realmente importan en esta vida (y la otra).
Creo que los estudios y los títulos (bachillerato, licenciatura, maestría,
doctorado) no son un fin en sí mismos, por más importantes que estos sean. Lo
digo no por envidia a algunos sino porque yo mismo he pasado por todo ese
proceso. Y las publicaciones (me refiero a libros impresos) no me hacen mejor
teólogo, en lo absoluto. El propósito de un teólogo no es publicar libros para
luego sentirse “importante”, por más que sean de una gran bendición para los
lectores. Tampoco el propósito es pasarse la vida dando conferencias por
diversos países para luego sentirse “de nivel internacional”. Y tampoco lo digo
por envidia, yo también he dado conferencias en varios países y en espacios “altamente
reconocidos”. Los teólogos-pastores tenemos el propósito de servir a Dios. Esto
jamás debe perderse de vista. Y servimos a Dios sirviendo a la iglesia y la
sociedad.
Concuerdo plenamente, por ello, con Hans Küng cuando señala que “Quien
piense poder determinar la “grandeza” de un teólogo por la amplitud de su obra,
la influencia de sus palabras o la admiración de las gentes, está haciendo
obras del diablo. La grandeza, al menos la de un teólogo cristiano, se mide
solamente por el hecho de si a través de su obra resplandece el mensaje
cristiano, la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios. El teólogo ha de ser el
primer siervo del logos, de la Palabra, y no son sus ideas las que hay que
traducir a los hombres de hoy sino la Palabra de Dios.” (Grandes
pensadores cristianos.
Madrid: Trotta, 1995, pág. 12).
Y ese es justamente el desafío que he
asumido: traducir, explicar, exponer, anunciar la Palabra de Dios, aunque ésta
incomode a muchos, comenzando conmigo mismo. Es posible, incluso, que la
Palabra también incomode a los que están demasiado “acomodados” a los diversos
establishments. Pero será la Palabra y el Espíritu Santo, no yo. Hay dos grandes
ventajas en servir como pastor de una congregación: (1) tengo la libertad de
predicar la Palabra sin sentirme coaccionado por los jerarcas de denominación
alguna a quienes debo agradar para permanecer en el ministerio; (2) enseñar (es
decir “hacer teología”) sin la presión del financista de turno. Ya conocemos a
demasiado teólogo que arrienda su voz y pluma. Ayer tenían la razón y hoy
(enseñando todo lo contrario) también dicen tenerla. Algunos han olvidado que
la fidelidad del teólogo es a Dios, a su Reino, a su Palabra y a su pueblo.
Últimamente me interesa investigar lo que tiene que ver con el sentido de
la historia. ¿Realmente la tiene? ¿Hacia dónde se dirige? ¿Quiénes son los
sujetos-actores de esa historia? ¿La Biblia dice algo sobre ello? ¿Cómo nos
afecta en lo personal, en lo familiar, en lo eclesial y en lo social? ¿O no
debe afectar en nada? Bueno, estas son algunas de las preguntas que tengo.
Estoy recopilando información pues pienso que hay que articular una reflexión
seria sobre el tema. Pero mientras hago ello sigo sirviendo al que me amó y dio
su vida en la cruz por mis pecados, al Mesías Jesús.
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